martes, 12 de enero de 2010

De Raymond Williams y mi abuelita

Veo una foto de Sebastiao Salgado del MST en la que la gente entra a una finca que será tomada. La puerta es de madera, como alguna vez fueron las puertas de la finca de mi abuelita, donde todas nuestras mamás (las de mis primos) crecieron. El corral estaba tambien hecho de madera y a mi siempre se me antojaba un lugar misterioso, lleno de vida y de ruidos. Era tambien un lugar lejano, donde cada cierto tiempo un camión dejaba o recogía vacas y todas las mañanas alguien las ordeñaba. La finca de mi abuelita no tenía vidríos en las ventanas, solo unos huecos que dejaban correr el aire. Tampoco tenía electricidad y nunca la necesitó. La carne se dejaba con sal a secar en el sol, el queso y los envueltos se hacían para vender en el mercado. La chicha se hacía para que mi mamá fuera feliz. Cuando yo era pequeño no tenía mucha predilección por la finca, aunque siempre que iba me bañaba en el río, montaba en burro o en caballo, acompañaba a los trabajadores y los fastidiaba mientras hacían sus labores, jugaba fútbol sobre ese pasto largo, cortante y falso que tiene el llano. Mi abuelita dejaba sonar la emisora. Mi abuelito, cuando yo era aún muy pequeño, me enseñaba sobre el tango y yo, cada vez que oía a alguna canción y él me preguntaba “quien es?” yo respondía “Gardel”, solo para que él se ríera de mi.  

Mi abuelita oía música llanera, la música del llano. Yo, cuando era chiqui, la desprecíe. Me ayudaba la diferenciación que me permitía el rock y el hecho de que en Bogotá esa música nunca pegó. Aprendí a bailar y se me olvidó. Mi mamá le regaló a mi abuela una nevera cuando llegó la luz a Morichal, y la nevera sirvió muy bien para guardar todo lo que no se tenía que guardar en ella. Mis tías le regalaron a mi abuela una cama, y ella durmió toda la vida en su chinchorro, guindado de lado a lado de su cuarto sin vidrios, flotando sobre la cama en la que los primos nos acostabamos a oir de vez en cuando sus historias. A veces llegaban señores amigos, que venían caminando de lejos, y tocaban y cantaban y hablaban, así como hablan ellos, como si el tiempo no pasara y solo quedara la inmesidad inaprensible de la geografía llanera. Un cuatro y unos capachos era todo lo que necesitaban. Mi abuelita tiene la voz del llano, la que llama a los perros para alimentarlos, la que dice “michico” para llamar a los gatos y siente a la distancia el peligro. Es una voz que atraviesa el mundo ayudada por el viento, como un grito sostenido que luego se va ahogando hasta perderse en el horizonte. Mi abuelita habla como si estuviera cantando, como si ella llevara el llano adentro y nadie más pudiera verlo. Mi abuelita es el llano, un llano olvidado que se está muriendo, así como ella se muere hoy, marchitandose todos los días sentada en una silla en la ciudad.  

Hay días en los que extraño con una tristeza absurda la carne que hace mi familia en el asadero. Sentir el calor insoportable y caminar desde la casa de mi tía hasta el restaurante, sentarme, pedir una cerveza y ver a mi primo decir que quiere poner a Simón Diaz pero que “este público no lo entiende.”. Ver la foto de mi tío coleando, una foto maravillosa que atrapa el momento exacto en que él y su caballo, llenos de barro, van cayendo al tiempo con la vaca. Hay días en que quiero sentarme a llorar en cualquier esquina de esta ciudad horrible por no poder estar recorriendo los caserios del piedemonte. Que me inviten a una cerveza mientras pregunto sobre los nuevos músicos llaneros que han salido. (eso, claro, cuando los tiempos eran bonitos y no teníamos que preguntar por los nuevos muertos que han salido). Días en que daría todo por dormir con mi chinchorro mal guindado en la escuela de Barronegro y esconder mi linterna entre las cobijas para leer algún libro mientras todos ya están dormidos. Yo no puedo dormir, ni aquí ni allá.  

Hay días en que el Cholo Valderrama se aparece como un fantasma sonoro en mi computador y canta como mi abuelita llamaba a los animales, como mi abuelo gritaba cuando había que arrear a las vacas. Yo lo oigo y me contengo, porque quiero salir corriendo y no se que hago en esta ciudad, consiguiendo títulos nobiliarios cuando tengo tan claro que quisiera estar en otro lado. Oigo al Cholo y siento como pierdo las fuerzas y se me aguan los ojos y recuerdo el río Meta, inmenso, al lado de mi mamá que me enseñaba al abc del trabajo de campo y me contaba como mi abuelo cantaba canciones en esas mismas tierras mientras llevaba a las vacas de un hato a otro. 

Hay días en los que escribo sobre la muerte. Sobre esa tarde en la que al compañero lo rodearon por 4 horas y él nos llamaba pidiendonos ayuda y nosotros solo podíamos decirle que se tranquilizara porque no podíamos movernos y él lo sabía. Sobre esa mañana en que volvió triunfante porque logró engatuzar a los soldados con frases sueltas que recordó del taller que hizo el abogado sobre como evitar que los milicos lo maten. Sobre esa noche en la que al llegar a una reunión me contaron que lo acababan de matar. Hay días en que siento la distancia como una puñalada que me rompe el alma y me hace sangrar hasta querer morir. Es en esos días cuando mi primo me manda una canción bonita, de esas que hablan de alcaravanes y atardeceres y morichales y yo siento que vale la pena vivir.