lunes, 29 de junio de 2015

Horses in the Sky.

1.
Un día mi mamá me contó que la llamaron del sitio aquél. Le dijeron que existía la posibilidad de reabrir el caso. Quiero creer que nos miramos y que pensamos lo mismo. Pero no hablamos mucho del tema.
2.
Alguien una vez me contó lo que contenía el folder del caso de mi papá. Lo que había pasado, hasta cierto punto. Torturas, movidas de un lado al otro, recolecciones fútiles como itinerarios de la impunidad. Luego, un amigo que trabajaba de asistente en lo que era el comienzo del GMH, me contó que alguien dijo, en una reunión: “alguien sabe lo que pasó con Pedraza”? Mi amigo me contó que tenía el folder, que podía ir a verlo. Nunca lo hice.
3
He tenido que estar, al menos, en tres o cuatro situaciones en las que gente que conozco recupera los huesos de sus muertos. Como el final de “Impunity”, lo único que vale la pena de ese documental. El bizarro momento en que le devuelven el cuerpo a alguien y toda la escena se antoja grotesca, horrible, como una pantomima de la reproducción del horror, la materialización de la crueldad en el cuerpo que tanto se buscó. Otra victoria más para ellos.  

4. 
Cuando era chiqui soñaba con mi papá. Me despertaba llorando y no podía pensar en otra cosa. En el colegio me escondía y seguía llorando y no podía parar de llorar. Tengo muy vivo uno de esos sueños. Me encontraba a mi papá en el bus. Lo veía y gritaba que él era él, pero él no sabía que era él. Entre otras cosas, porque eso decían en Semana, Cambio y el El Tiempo, que al man lo habían dejado tan mal que ahora rondaba las calles de Cúcuta, Bucaramanga, Cartagena o Pasto como un zombie, sin saber quien era. Y a cada noticia mi mamá corría para buscarlo. Y alguien se quedaba cuidandome. Y sus amigos paraban las calles y se enfrentaban a la policía exigiendo verlo otra vez. Y los grafittis aparecían en Suba cuando yo tuve que esconderme con mi mamá en otras casas. Y  yo les decía a los compañeritos de ruta: “ese, el del grafiti, es mi papá”.

Eso fue lo que fue quedando. Un grafiti que luego fue borrado.

En mis recuerdos, como suele ser el caso, nos fuimos quedando solos. Yo empecé a sentir con rabia lo que implicaba el quedarse sólo, empecé a darme cuenta de los llamados públicos por solidaridad al tiempo que mi mamá perdía su trabajo, a veces porque podía ser peligroso para el empleador, a veces porque era el curso de las cosas. Y ella peleaba todos los días por estar por encima de lo aplastante de la impunidad, de aquellos que nos traicionaron de formas que aún no soy capaz de nombrar, de permitirme a mi crecer tranquilo, entre mis amigos, entre los partidos de fútbol en el parque de la esquina y la música.

Por supuesto, la gente que se quedó es gente a la que tengo en un lugar muy importante en mi corazón. Personas que aparecieron después, que se volvieron amigos de mi mamá y mios para toda la vida. Aún hoy, nos aferramos a ellos, como ejemplos de esperanza, de cariño, de que sí existe otra manera de hacer las cosas.

5.
Creo que es hora de aceptar que no quiero saber de mi papá. Alguna vez (bueno, todavía) elaboré una especie de idea en la que decía que existía una diferencia política entre quienes encontraron los huesitos y quienes no. La expuse en dos o tres lugares y...bueno, no causó mucha gracia. No es que crea que no tiene algo de sentido aún, pero soy consciente de que no como la  expuse aquellas veces. Como sea. Me da terror pensar en que un día mi mamá o yo levantamos el telefono y nos digan que encontraron a mi papá, reducido a huesos rotos, al “esto es lo que queda” que tantas veces oí viniendo de otros dolores, de otras formas de pensar, de otras manera de relacionarse con esa muerte que es la no-muerte. Huesos y tal vez polvo, o polvo hecho huesos, quién sabe si huesos limpios o llenos de la tierra en donde lo guardaron. Al fin y al cabo huesos. Llamadas, esperas, manos que toman fuerte otras manos, tal vez amigos, tal vez amigos de amigos. Seguramente nadie. Seguramente el silencio y la sorpresa. La mirada de mi mamá, su aguante y fortaleza. Tal vez mis manos frías y dormidas por el miedo, la sensación de horror revoloteando en mi estomago, las ganas de vomitar. El no tener a quien abrazar.  El mirar hacia afuera, amplificarlo hasta donde ahora vivo y sentir, otra vez, la radical distancia que se impone entre mi y la gente con la que me veo obligado a interactuar todos los días. No es nuevo, es la distancia que se impuso cuando a mi papá se lo llevaron y tuve que explicarle a los profesores qué era una desaparición forzada. Eso no se va, ni con todos los chistes negros del mundo como forma de hacer evidente esa distancia, de hacerla legible y de tender un puente.       

Me da terror pensar en que encuentran a mi papá. Tener que enfrentar décadas de incertidumbre, ver gente que no quiero volver a ver, las miradas lastimeras que he intentado dejar atrás por tanto tiempo, que me convirtieron en alguien que no soporta la traición ni la falta de solidaridad. No puedo si quiera contemplarlo. Mejor así. Asumiendo el olvido, recordando los juegos de fútbol los domingos, las visitas a las cárceles (la leche en polvo, los regalos,  la extrañeza de esperar fuera, las historias, las defensas que hacía a los cinco años de los presos políticos porque mi papá me había enseñado sobre su dignidad), las clases sobre habeas corpus, las reuniones con las organizaciones, las visitas a los sindicatos, lo divertido e insufrible que era ver a sus amigos borrachos dandole besos a un poste. O el terror de las llamadas anónimas, los exilios, el desencuentro con quienes no podían entender que existiera algo llamado “desaparición”, mi imposibilidad para jugar fútbol, las amenazas, el horror denso y cotidiano del cual nos tratamos de desprender cada día al levantarnos.  Mejor eso y el futuro, ese que veo en la actitud encantadoramente rayada de mi hermanita. Ese futuro que es ella y ya no son los huesos de mi papá ni mucho menos yo.   

viernes, 26 de junio de 2015

Everybody gets hurt

Cuando el vocalista de “everybody gets hurt” decidió homenajear a su amigo empezó a caminar por el escenario, a mi modo de ver algo nervioso. En el hardcore hay un llamado constante al cariño y la solidaridad, algo que en ocasiones puede parecer contradictorio y cursi en medio de la violencia que se desata en las canciones y en los mosh pit. Pero ahí está, toda la agresión y la rabia que produce el saberse sin futuro, o mejor, el ver lo aplastante del futuro y lo alienante del presente. El señor vocalista seguía hablando, como hablan tantos en una escena muy difícil políticamente. Y hablaba de cariño, respeto y afecto como formas de enfrentarse a lo que existe cada día por fuera del mosh pit. Lo que el señor decía de su amigo, sin embargo, sonaba algo distinto, algo que se parecía a la rabia que se levanta en las protestas políticas cuando el pasado de muerte y represión reverbera con fuerza en una papa o en una molotov. “I do not want a minute of silence, but a minute of violence and aggression [...] to awake the death”, dijo el man mientras pasaban imágenes de quien se conmemoraba en ese momento. Una especie de afirmación de la vida en la idea motora de la violencia. La comunión en el mosh pit como energía vital, como forma de reafirmar los vínculos que existen entre vidas que conocen con certeza la precariedad y marginalidad de su existencia. El saber que se es poco más que impulsos nerviosos con los ojos apagados, ojos que solo se encienden en el mosh pit cuando irrumpe la pulsión de lo que se pudo ser. “Ni un minuto de silencio, toda una vida de combate”, decían (porque ahora suena más “toda una vida de memoria”) en las marchas como una forma de reafirmar la idea de que no importaba cuanta sangre recorriera las ciudades, la gente no iba a dejar de pelear. Eso es puro Hard Core. No dejar de pelear, a lo Hatebreed.